Desde que llegamos, el Brabante flamenco se despliega ante nosotros como falda de madre hacia el mar, con un silencio asordinado hecho de inmensas nubes blancas, grises y blancas, que vuelan levemente.
Entre los cimientos de la Biblioteca comprendo un rumor de agua. Los ríos bajan desde montañas francesas y aquí avanzan dudosos, lentos, cambiando el curso entre praderas de heno. Al llegar a Lovaina, el río Dijle se embufa entre árboles y suelos más sólidos: het groot Begijnhof, Vismarkt, Sint Geertruikerk.
Quiere Dijle encontrar el mar, con un querer sin querer del todo. Se retira, se retiene, se une al Escalda y sin remedio se distrae entre las islas de Zelandia y las líquidas cristaleras de los balcones de Amberes.
Ya en el mar el agua del Dijle vuelve por la costa hacia al norte y merodea su tierra tan querida. Se une a las aguas del Mosa y a las del Rhin. Entra y sale, y entre tierra y sal del mar alcanza Groningen. Allí encuentra el empuje del río Ems y ambos se funden y en sus brazos acogen el fleco final de las tierras, los Nether Landen, los Países Bajos.
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